No cabía esperar que, encontrarte,
volvería de nuevo a revocar
tanta, tanta esperanza malgastada.
Aquella noche entendí que lo eterno
no es eterno en sí mismo,
sino que está forjado y lo compactan
incontables y efímeros momentos.
No hizo falta nada más esa noche.
Nada más que una luna casi llena
sujeta, en un abrazo de madre,
por la bóveda celeste serena
que incauta desnudaba,
sobre el canto de un sigiloso mar
parte de sus recónditos misterios.
Enfurecieron, celosas de vernos,
el agua las nereidas,
bajo el acecho de tímidos astros,
y se encrespó al son de un cielo sin alma.
Pues en medio de la afilada arena,
del cierzo y de las indomables olas
tan sólo tú y yo éramos la calma.
volvería de nuevo a revocar
tanta, tanta esperanza malgastada.
Aquella noche entendí que lo eterno
no es eterno en sí mismo,
sino que está forjado y lo compactan
incontables y efímeros momentos.
No hizo falta nada más esa noche.
Nada más que una luna casi llena
sujeta, en un abrazo de madre,
por la bóveda celeste serena
que incauta desnudaba,
sobre el canto de un sigiloso mar
parte de sus recónditos misterios.
Enfurecieron, celosas de vernos,
el agua las nereidas,
bajo el acecho de tímidos astros,
y se encrespó al son de un cielo sin alma.
Pues en medio de la afilada arena,
del cierzo y de las indomables olas
tan sólo tú y yo éramos la calma.
Samuel Álvarez Conejos